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Ruud Brouwers (2005): Olive-trees Corfu |
Como aquella discusión me parecía infructuosa, yo eché a andar con los tres botellines vacíos de Gazoza camino de un lugar, a unos ochocientos metros por la orilla, donde sabía que había un pequeño manantial. Cuando llegué me encontré con que al lado había sentado un hombre, que se estaba tomando allí el almuerzo. Tenía la cara tostada, arrugada y resquebrajada por el viento, y anchos bigotes negros. Llevaba las gruesas medias de lana que se ponían los campesinos para trabajar en el campo, y tenía junto a sí su azadilla de pala ancha.
-Kalimera -me saludó sin sorpresa, y con cortés aademán señaló al manantial, como si fuera propiedad suya.
Yo le saludé y me tendí de bruces sobre la alfombrita de verde musgo que había creado la humedad, y bajé la cara hasta donde el luminoso manantial latía como un corazón bajo las frondas del culantrillo. Bebí largamente y a placer, y no recordaba que jamás el agua me hubiera sabido tan buena. Luego me remojé la cabeza y el cuello y me enderecé dando un suspiro de satisfacción.
-Agua buena -dijo el hombre-. Dulce, ¿eh? Como una fruta.
Yo dije que aquella agua estaba deliciosa y me puse a lavar los botellines de Gazoza y a llenarlos.
-Allá arriba hay una fuente -dijo él, señalando a lo alto de la escarpada ladera-, pero el agua es distinta, amarga como lengua de viuda. Esta agua es dulce, es suave. ¿Eres forastero?
Mientras llenaba los botellines respondí a sus preguntas, pero mis pensamientos iban por otro camino. Allí cerca estaban los restos de su almuerzo: media hogaza de pan de maíz, amarillo como una prímula, unos gruesos y blancos dientes de ajo y un puñado de aceitunas grandes y arrugadas y negras como escarabajos. A la vista de aquello se me empezó a hacer la boca agua, y tuve aguda conciencia de estar en pie desde el alba y sin comer. Al cabo el hombre advirtió las miradas que yo echaba a sus vituallas y, con la generosidad que caracteriza al campesino, sacó la navaja.
-¿Pan? -preguntó- ¿Quieres pan?
Dije que agradecería mucho un poco de pan, pero el problema era que éramos tres, por así decirlo. También mi hermana y su marido, mentí, estaban muertos de hambre allá por las rocas. Él cerró la navaja, juntó los restos del almuerzo y me los ofreció.
-Lléveselo -me dijo sonriente-. Yo ya he terminado, y no dirían bien de Corfú que los forasteros pasan hambre.
Yo le di las gracias largamente, me guardé las aceitunas y los ajos en el pañuelo, me metí el pan y los botellines de Gazoza debajo del brazo y emprendí la vuelta.
GERALD DURRELL (1982): El jardín de los dioses. Alianza Editorial; 82: Madrid. Páginas 184-185.
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