dilluns, 1 d’agost del 2011

Los Joseles

Daniel Bobadilla (2008): Cal Pel - Sants
Sin embargo, una vez en la taberna, pisando con manifiesto desagrado la sucia alfombra de serrín y cáscaras de gambas y huesos de aceitunas al pie del mostrador, respirando una atmósfera cargada de tufos agrios y a vinazo y a cochambre, de repente el cojo no parece estar en absoluto acordado ni familiarizado con el barrio ni con sus habitantes. A pesar de la cojera y del pie ligeramente torcido hacia dentro, al entrar en la tasca sus pasos son suaves y elásticos, como los de un felino en movimiento.
- Mira esto –dice en tono de reproche-. La cueva de Alí Babá.
Los Joseles es una pequeña tasca que esta noche ha sido tomada por un clan de gitanos endomingados y jaraneros celebrando algo en familia. Ocupan las dos únicas mesas bajo una techumbre de jamones y embutidos que penden de las vigas junto con ristras de ajos, manojos de hierbas y pringosas tiras matamoscas. Los hombres lucen camisas blancas con chorreras, abultadas sortijas en los dejos y voces aguardentosas, y las mujeres largos pendientes y flores en el pelo. Una muchacha que parece dormida, sentada en una silla con el respaldo apoyado en una barrica, da el pecho a un bebé cuya cabecita pelona asoma por encima de la toquilla que lo envuelve. Nadie atiende en el mostrador, pero nada más entrar ellos se levanta rápidamente de una de las mesas un joven moreno con el pelo planchado y untado de brillantina y se sitúa detrás del variado surtido de tapas. Acodados ambos en la barra, el señor Alonso examina la oferta y pide dos cañas y unos pinchos.
Julio Romero de Torres (1930): La Chiquita Piconera
- ¿O prefieres otra cosa, Ringo? –pregunta amigablemente-. ¿Unos boquerones, tal vez?
Hay chipirones, ensaladilla, gambas, callos, caracoles, mejillones en salsa. Por un momento, en una de las bandejas, cree ver pajaritos fritos con sus patitas estiradas. Pero son pimientos morrones con palillos ensartados.
- No sé, da igual.
- Mira, estas patatas bravas tienen buena pinta.
- Pues venga.
Acaba de darse cuenta de que tiene hambre. El señor Alonso pide también una de gambas. Más arriba de los estantes y la botellería, detrás del mostrador, un vetusto espejo colgado en la pared y muy inclinado sobre la barra refleja a la muchacha que se adormece amamantando al crío, sordos al guirigay de la parentela que trasiega cerveza y sangría con gran alboroto de palmas y cante. Ella es muy joven, parece una niña con la blusa de flores y su cabellera negra y rizada, donde se enreda una ramita de jazmín.
El sonriente mozo tira más cerveza fuera del vaso que dentro y se disculpa desganado, dice que lleva pocos días en eso y que su tío, el dueño, está enfermo. Tiene una cara guapa picada de viruela, lleva camisa negra y chaleco blanco y sonríe todo el tiempo con los dientes podridos. El señor Alonso cambia de parecer.
(…)
- Y oiga, ¿tendrá un poco de pan, por favor?
El trato informal del mozo con la parroquia gitana, sirviéndoles y a ratos participando en la juerga, con ocasionales atenciones al lactante y a la joven madre, sugiere algún parentesco con ellos. El espejo urdidor de sombras y manchas de azogue encierra un aire arcano, un ámbito y una penumbra que no parecen corresponder a la taberna ni reflejar lo que hay en ella, salvo la muchacha que duerme con el crío amodorrado al pecho. Le recuerda una extraña e inquietante película en la que el espejo de un dormitorio, un espejo más grande y limpio que este, de  pronto no reflejaba la habitación en la que estaba colgado, sino otra muy distinta, con otra atmósfera y otra decoración, otra cama de matrimonio y muebles de otra época, una alcoba silenciosa perdida en el tiempo y donde al parecer se había cometido un crimen.
Vladimir Terán Altamirano (2009): Barcelona 2009
Cuanto más se fija, más increíblemente hermosa y sensual le parece la muchacha y más confuso el entorno; la oscura barrica en la que apoya el respaldo de la silla no se distingue en el espejo, y tampoco el viejo cartel de una corrida de toros clavado en la pared, solo ella y su retoño pegado al pecho y la maternal solicitud de sus manos meciéndole en el sueño. Pero el espejo les acoge solo en parte, así que se deesplaza ligeramente en la barra para enmarcar correctamente la imagen, fijarla y grabar en la memoria lo que sabe ha de devenir inolvidable: la azorosa tranfsfiguración de la belleza en el rostro de la muchacha, la cabeza ladeada con los labios entreabiertos y los párpados cerrados, morados y pesarosos, us brazos de niña rodeando al bebé, la persisstente dulzura y tensión de las manos sujetándole, el precario equilibrio de la silla.

Juan Marsé (2011): Caligrafía de los sueños, Editorial Lumen, Barcelona, 246-250.

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