En cuanto el Rey estuvo sentado sentado a la mesa, el primero en moverse fue el servidor de aguamanos; llegó con un aguamanil de plata cubierto con una tobaja bordada y una palangana también de plata, fue hacia el Maestresala y se arrodilló. El Maestresala, tras acercarse a su señor con una tobaja sobre el hombro, después de las debidas reverencias, besó el paño que estaba sobre el aguamanil, lo puso sobre la mesa delante del soberano y apoyó encima la bacía. Con la izquierda vertió el agua sobre las augustas manos, con la derecha cogió la toalla que tenía sobre el hombro y, tras besarla, la ofreció a su Rey. Apenas hubo ejecutado su tarea retiró la palangana y, después de algunas reverencias, devolvió todo al servidor de aguamanos. (…)
Ahora que el rey Fernando y sus huéspedes de honor habían sido homenajeados suficientemente, podía darse inicio al banquete. (...)(...) Por último, había llegado el momento del solemne brindis de los novios. Un grandes y bellísimo cáliz nupcial de oro fue llevado a Hermes y a Isabel. Ambos jóvenes, después de haber alzado la copa y haberla hecho girar hacia los comensales en todas las direcciones, auguraron para sí mismos y para los presentes todos los parabienes. Luego, entre la conmoción general, bebieron juntos el tradicional hipocrá de rosas, que según el uso marcaba el final de todo festín nupcial.
Cada uno de los comensales tenía ante sí un jarro de hipocrás, y la respuesta al brindis de los novios fue un gran grito augural que se elevó en toda la sala. A continuación todos bebieron y el soberano, seguido por los notables de las mesas altas, se retiró en medio de una profusión de inclinaciones, genuflexiones, toques de trompeta, redobles de tambores y sones de tuba.
Era la hora primera de la madrugada.
Pero en la gran sala, que ahora se había transformado en una orgía, la fiesta continuó durante toda la noche, cada vez más cansinamente, hasta que la clara luz del alba invernal de Nápoles penetró a través de las bíforas ojivales. Solo entonces, deslumbrado por las manchas de color del sol, que atravesaba las vidrieras policromadas, cada uno, de repente, se sintió invadido por la sensación de agotamiento y de íntima melancolía que inevitablemente acompaña el fin de toda noche como aquella.
Bagnasco, Orazio (1988). El banquete. Barcelona, Plaza Janés.
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El banquete, de OrazioSforza e Isabel de Nápoles.
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